Hace algunos años que empecé a viajar mucho, muchísimo. Pero
en vez de escribir sobre las maravillas vislumbradas, las gentes conocidas y
los lugares “super chingones” en que he osado poner mis maltratadas piernas, quiero
escribir sobre lo que se me fue quedando en el camino. Resulta que a la fecha,
lo único seguro que tengo en la vida es el próximo aeropuerto de la ciudad de
turno por la que me toque transitar. No sé cómo es que mis amigos todavía me
hablan si en los últimos años he perdido los acontecimientos socialmente más
importantes en la vida de los mortales, dícese, cumpleaños treintañeros, bodas,
bautizos, funerales, ascensos, despidos, renuncias laborales dignas de celebración,
protestas medioambientales, laborales, homosexuales, feministas, entre otros
acontecimientos que hubieran sido realzados por mi magnánima asistencia (ok,
nadie notó mi ausencia pero igual duele!). Peor aún, cada vez que regreso a
Lima, y a pesar de saberme en casa, siento que estoy más lejos de personas cuya
compañía en algún punto de la década pasada era como el pan de cada día para
mí. Nada de qué hablar, ningún interés compartido y silencios incómodos que se
llenan con ceviche y alcohol. A diferencia de Matilda, no he conocido aún la
satisfacción de hacer planes para el futuro, mucho menos de hacerlos de a dos. Me
alegra por ella y me enorgullece ver toda la sabiduría que ha acumulado con
sufrimiento y a patadas. También me da curiosidad, aunque una curiosidad muy
maricona, debo admitir. Lo único de a dos que hago por ahora son las trenzas
que llevo para salir al campo, que al final desato porque me quedan horribles. También
es verdad eso de que conviene ir mirando cómo nos van saliendo las cosas, yo no
sé si lo que hago fue lo que quería estar haciendo a esta edad. Los detalles, por
otra parte, me mantienen entretenida J.
Es cierto que ahora que estoy en México, extraño menos Lima
y a sus habitantes. Sin embargo, hay algo que siempre, siempre añoro dónde sea
que me encuentre. El espacio tan nuestro que supimos construir a trancazos,
durante más de diez años. No he vuelto a encontrar tanta complicidad y tanta
certeza de pertenencia porque para encontrarlo, habría que empezar todo de
nuevo, coincidir en un sitio, tener tiempo, tener ganas y todo eso yo ya no lo
tengo.
Nunca construí casitas en los árboles como hacen los chicos
en las películas, no tengo diarios ni fotos y no soy de las chicas que guardan
las cosas importantes en una cajita de recuerdos. En suma, carezco de hogar, de
recuerdos cuidadosamente almacenados, novios amorosos, ex novios problemáticos o
hijos hambrientos que esperen a que vuelva a la casa. Sin embargo, y aquí es
donde se pone bueno: las tengo a ustedes, aunque sea un poquito y aunque cada
vez menos. Ustedes, mujeres, son mi casita del árbol. Digamos que son mi
equivalente del barrio porteño evocado por la nostalgia tanguera. A ustedes les
dedico las rancheras que grito en Garibaldi (porque lo que yo hago no es
cantar, como bien recordará Mariana).Todo esto porque al final ustedes cuatro son
mi amor más viejo.
Ya cansada y con frío, medio escondida en la esquina de un
hotel chiapaneco les confieso que mi plan a largo plazo es mantenerlas siempre cerquita
de mí, eso y garantizarle una vejez digna a mi gata, que se lo merece la pobre.
Hasta viejas, querida. Prometo que hasta viejas siempre tendremos esto. Como decía Jerry, amores como el nuestro quedan ya muy pocos, cada vez hay menos. A cuidarlo como nos lo merecemos!
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