lunes, 9 de marzo de 2015

Mi casita del árbol

Hace algunos años que empecé a viajar mucho, muchísimo. Pero en vez de escribir sobre las maravillas vislumbradas, las gentes conocidas y los lugares “super chingones” en que he osado poner mis maltratadas piernas, quiero escribir sobre lo que se me fue quedando en el camino. Resulta que a la fecha, lo único seguro que tengo en la vida es el próximo aeropuerto de la ciudad de turno por la que me toque transitar. No sé cómo es que mis amigos todavía me hablan si en los últimos años he perdido los acontecimientos socialmente más importantes en la vida de los mortales, dícese, cumpleaños treintañeros, bodas, bautizos, funerales, ascensos, despidos, renuncias laborales dignas de celebración, protestas medioambientales, laborales, homosexuales, feministas, entre otros acontecimientos que hubieran sido realzados por mi magnánima asistencia (ok, nadie notó mi ausencia pero igual duele!). Peor aún, cada vez que regreso a Lima, y a pesar de saberme en casa, siento que estoy más lejos de personas cuya compañía en algún punto de la década pasada era como el pan de cada día para mí. Nada de qué hablar, ningún interés compartido y silencios incómodos que se llenan con ceviche y alcohol. A diferencia de Matilda, no he conocido aún la satisfacción de hacer planes para el futuro, mucho menos de hacerlos de a dos. Me alegra por ella y me enorgullece ver toda la sabiduría que ha acumulado con sufrimiento y a patadas. También me da curiosidad, aunque una curiosidad muy maricona, debo admitir. Lo único de a dos que hago por ahora son las trenzas que llevo para salir al campo, que al final desato porque me quedan horribles. También es verdad eso de que conviene ir mirando cómo nos van saliendo las cosas, yo no sé si lo que hago fue lo que quería estar haciendo a esta edad. Los detalles, por otra parte, me mantienen entretenida J.
Es cierto que ahora que estoy en México, extraño menos Lima y a sus habitantes. Sin embargo, hay algo que siempre, siempre añoro dónde sea que me encuentre. El espacio tan nuestro que supimos construir a trancazos, durante más de diez años. No he vuelto a encontrar tanta complicidad y tanta certeza de pertenencia porque para encontrarlo, habría que empezar todo de nuevo, coincidir en un sitio, tener tiempo, tener ganas y todo eso yo ya no lo tengo.
Nunca construí casitas en los árboles como hacen los chicos en las películas, no tengo diarios ni fotos y no soy de las chicas que guardan las cosas importantes en una cajita de recuerdos. En suma, carezco de hogar, de recuerdos cuidadosamente almacenados, novios amorosos, ex novios problemáticos o hijos hambrientos que esperen a que vuelva a la casa. Sin embargo, y aquí es donde se pone bueno: las tengo a ustedes, aunque sea un poquito y aunque cada vez menos. Ustedes, mujeres, son mi casita del árbol. Digamos que son mi equivalente del barrio porteño evocado por la nostalgia tanguera. A ustedes les dedico las rancheras que grito en Garibaldi (porque lo que yo hago no es cantar, como bien recordará Mariana).Todo esto porque al final ustedes cuatro son mi amor más viejo.

Ya cansada y con frío, medio escondida en la esquina de un hotel chiapaneco les confieso que mi plan a largo plazo es mantenerlas siempre cerquita de mí, eso y garantizarle una vejez digna a mi gata, que se lo merece la pobre.

1 comentario:

  1. Hasta viejas, querida. Prometo que hasta viejas siempre tendremos esto. Como decía Jerry, amores como el nuestro quedan ya muy pocos, cada vez hay menos. A cuidarlo como nos lo merecemos!

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