martes, 23 de julio de 2013

Extrañando al viejo

Nuestras mejores fotos :)

Cuando te colocabas el terno por las mañanas para ir a trabajar y pedías que yo te escogiera la corbata que usarías. Y siempre elegía la misma, una marrón con detalles de rombos chiquitos. No sé por qué me gustaba tanto, la veía sobria y elegante.
Cuando me ibas a recoger por las tardes a mis entrenamientos en la videna, y de regreso me llevabas a tomar lonchecito en Don Lucho, para pedirme mi preferido: jugo de fresas con leche.

Cuando íbamos juntos por las noches a estacionar el carro en una playa a unas 6 cuadras de casa. Y de regreso, hacías parecer que la calle no era peligrosa. Tal vez por el olor de jazmines tan lindo que nos cruzaba en varias esquinas, o porque íbamos jugando, como si fuera nuestro gran patio. ¿A quién se le ocurre jugar a las escondidas con su hija de 3 o 4 años entre cuadra y cuadra, en plena calle? ¿y de noche? Eras un loco.

Cuando nos preguntabas los fines de semana en Huaral (como si no supieras la respuesta) qué queríamos almorzar, y todas gritábamos “Al Chifa Diamanteeeee!!!!”. Y me preguntabas (como si no supieras la respuesta, de nuevo) qué quería comer, y te respondía siempre: lenguado al vapor y sopa de pato. Clásico.
Cuando cruzábamos la pista para ir a comprar a ese bazar que ya no existe en Vivanco, y yo te preguntaba por qué daban recibos cuando uno hacía compras. Y algo simple pero bien sustentado me explicaste, como siempre explicabas tus respuestas a mis preguntas.

Cuando fuimos los dos solos a cada una de las casas de mis amiguitos del nido para invitarlos a mi fiesta de cinco años, por las noches, después de tu trabajo. Fuimos en el carro casa por casa, tocabas las puertas mientras yo te esperaba en el carro, saludabas amablemente y les dejabas mi tarjeta de Fresita. Tuvimos que darnos todo ese trámite porque mi cumpleaños era en vacaciones. Tanta chamba tuya para que solo lleguen 2 de los casi 20 niños que habremos invitado (menos mal tenía varios primitos que llenaron la fiesta igual).
Cuando te pedía leerme cuentos por las noches, y cogías alguno de los libros del colegio de mis hermanas, y a partir de un solo dibujo inventabas la historia, como la de la jirafa que vendía chicles.

Cuando llegaste del trabajo con un cajón enorme sellado de D’onofrio,  lo abrimos emocionadas y estaba repleto de galletas y chocolates, y pensé que era el mejor regalo del mundo.
Cuando viniste de comprar pollo, por la noche, y nos contaste todo fresh que te acababan de entrevistar a preguntarte sobre el alza en el precio de los pollos. Y ninguna de nosotras te creía, y te fuiste a bañar cuando pusimos la tele. Y te vimos ahí, comprando pollo, respondiéndole al entrevistador de la manera más cool y pausada tu opinión al respecto.

Cuando tuve que despedirme de ti en el aeropuerto, y había mucha gente, mucha familia, y me sentí culpable porque no pasé contigo los últimos minutos antes de que entraras a la sala de embarque. Porque el chinche de mi primo quería que lo acompañase a ver las tienditas con su papá. Y la sensación extraña al verte despedirnos a lo lejos con tu mano, darte media vuelta e irte.
Cuando Tío nos contaba una y otra vez la historia de la legendaria mecha saliendo de la Discoteca La Miel, e imaginarte saltando sobre el capó de ese Volkswagen (con todo tu look Bruce Lee), cuadrarte pegadito a ese pobre hombre, y súper tranquilo decirle simplemente “Tócame”. Mientras que Tío estaba reventando la cabeza de su amigo contra la puerta, y mientras que el otro Tío estaba haciendo amagues karatekas, tú solo hiciste eso. Obviamente ese pobre hombre, luego de verte saltar por encima de un carro, jamás te tocó.

Cuando regresaste por primera vez a Lima, luego de unos 4 años, y me recogías a la salida del colegio, con esa bendita chompa amarilla (creo que en el fondo me sorprendía verte tan multicolor porque siempre fuiste sobrio y elegante, como tus corbatas), y yo, ya toda una adolescente grandota, cruzaba la pista para abrazarte e ir juntos a casa.
Cuando fuiste a verme bailar en Osaka, y antes de irte de regreso a Hamamatsu, te sentaste conmigo en el lobby de ese hotel, y me contaste con lágrimas pero con rostro controlado (como siempre) que tendría una hermanita. Y que por favor les cuente a mis hermanas cuando regrese a Lima. Y verte ir una vez más, y sentirme más sola que nunca en Japón, a pesar de que en el salón de a lado estaban esperándome todos mis amigos.

Cuando me contabas por teléfono la poca paciencia que le tenías ahora a mi hermanita, porque se estaba convirtiendo en esta adolescente complicada, a veces solitaria o enajenada, muy niña a ratos, y que no sabías cómo hacer con ella para que te preste atención, y me pediste consejo. Y yo, desde una posición supuestamente como psicóloga, te di un par de consejos. Como por ejemplo que no la presiones, pero que nunca dejes de conversar con ella. Y colgar, y que me agarre un llanto incontrolable por sentirme en medio de una de las ironías más grandes de la vida.
Cuando en Japón nos escapábamos un toque a la puerta de la casa, alejándonos de toda la familia no fumadora, para prendernos un pucho en medio del frío, y conversar de paso un rato. Y hablar de cosas triviales y de cosas importantes. Y sentir que siendo los dos únicos con este mal vicio, y siendo los dos únicos que disfrutábamos de conversar así, hubiera sido mostro tener más de esos momentos juntos en nuestras vidas.

Cuando le dijiste a J, sin que él lo hubiese pedido, que le dabas tu aprobación o bendición (no recuerdo bien) para que “me lleve”. Con tu rostro controlado y tus lágrimas a montones, como siempre. Me sentí medio paquete, pero medio hija también. Y fui feliz de que te sientas papá, a pesar de lo chistoso que sonó todo.
Cuando esperaste conmigo en la cola del counter para hacer mi check in, que afortunadamente demoró un montón, y me contaste todo el proceso desde cuando tomaste la decisión de irte a Japón y dejarnos, lo difícil que fue para ti, lo largo y terrible que fueron esas horas en el avión a un futuro que desconocías. Y al escuchar tu historia, desde tu perspectiva, pude ponerme en tu lugar de esa manera creo que por primera vez. Siempre imaginé que así habría sido, pero fue sanador escucharlo con tus propias palabras. Y creo que, aunque duro y con errores, tuviste una decisión muy valiente. Porque buscaste tu felicidad. Y como te dije ahí mismo: A pesar de todo, a pesar de las consecuencias por haber vivido separados, a pesar de la tristeza tuya y mía… si pasar todo eso ha hecho que hoy seas feliz, con la mujer que amas, con tu nueva familia, entonces todo valió la pena.
En uno de esos cassettes que grabábamos cuando yo recién aprendía a hablar, te grabaste a ti mismo cantando esta canción que tanto te gustaba. Volver a escucharla ahora, y prestar atención a la letra, y alucinar que te adelantaste a la época y nos dejaste ese mensaje subliminal en la canción. Tus llamadas esporádicas, a veces escuetas y a veces largas, terminan con el siempre “Chau hija, te quiero mucho”.