Hace mucho que quería escribir sobre mi madre, no sólo porque me nace, sino porque es justo, porque aunque sea una parte de la historia de esta mujer tiene que constar en algún lado además de en mi corazón, porque siento que la conozco, que la veo como nadie más en el mundo.
S, mi madre, fue la cuarta y última de cuatro hermanos, dos mujeres y un varón antes que ella. Su madre, Paula, trujillana de nacimiento y la mejor de las cocineras, fue una mujer que sufrío, tuvo tres esposos y todos la hicieron sufrir, el primero un “hijo de familia” sin oficio ni beneficio del que se separó estando embarazada, el otro era un abusador y el tercero un alcohólico, todos la hicieron sufrir pero el último, de un modo extraño, también le dio felicidad por muchos años, supongo que por eso lo quería tanto, este último, mi abuelo. Paula, con su oficio de cocinera y trabajando en un kiosko de periódicos, apoyó económicamente a los tres hermanos de mi madre para conseguir aquello a lo que quisieron dedicarse, una cosmetóloga, una costurera y un administrador que un día fue profesor de universidad al que el orgullo lo volvió (no exagero) un poco loco. Cuando mi madre se hizo mayor, mi abuela enferma, por mucho que quiso, no pudo seguir ayudando, así que todo cuanto consiguió mi madre fue producto de su esfuerzo propio.
Mi abuela murió teniendo diabetes, que le provocó insuficiencia renal y que la dejó sin vista cuando yo tenía 6 años. Cuando ella estaba en el hospital y yo tenía unos dos años, mi mamá me enseñó a quedarme calladita cuando me metían en un bolsón tapado con pañales para entrar caleta. Mi madre dice que mi abuela lloraba porque la ceguera no iba a dejar que me viera, y que era feliz cuando yo me subía a su cama y me le trepaba encima, aunque ese cariño le doliera a causa de su artritis…ella estaba curtida en el dolor y no le importaba. Me apena recordar tan poco y no haber podido tener más tiempo con ella.
La madre de mi abuela, Santos, tenía cuatro hijos. Ninguno de ellos se podía/quería hacer cargo de ella cuando envejeció, con demencia senil que la hacía hacer cosas raras, desde cagarse en el sofá hasta pelearse conmigo por los dulces; nadie se hizo cargo de ella con gusto excepto Paula… y como Paula cayó enferma, mi madre cuidó también de ella. Y cuando a la hermana de mi abuela le tocó cuidar de Santos, la llevó a un asilo diciendo que era una viejecita abandonada. Recuerdo ir con mi mamá al asilo los fines de semana, llevando dulces para mi bisabuela y para las otras viejecitas, recuerdo el timbre de su voz y la forma en que nos presentábamos cada fin de semana con ella, contándole que éramos su nieta y bisnieta. Recuerdo a las monjas con collarines blancos de plástico y el olor a ropa guardada y a ancianos.
El padre de mi madre, Eduardo, mi “papito Lalo” era carpintero de buques y aunque nunca terminó la primaria, le iba muy bien con su oficio y adoraba a mi madre y a los hermanos de mi madre y los trataba por igual y todos lo llamaban “papá”. Él tuvo un padre muy riguroso y creo que también sufrió. Recuerdo cuando venía alcoholizado y que ahí también me quedaba calladita para hacer como que no estábamos en nuestra casita de adobe, cuya puerta contraplacada rompió más de una vez, y arregló las mañanas siguientes cuando estaba “bueno y sano”. “Bueno y sano” era una expresión bastante usada en la casa. Mi papito Lalo, cuando estaba bueno y sano, era el mejor. Yo no sé qué cosa me diría mi madre sobre la conducta de mi abuelo, pero nunca me dio miedo. Me llevaba a cobrar la jubilación con él y siempre me daba 10 soles, y comprábamos trigo atómico, azúcar, arroz, aceite y luego, con el dinero que sobraba se iba a beber. Me llevaba a escondidas a comer cebiche, que no debía comer por mi asma, y también me llevó al estadio y comimos pan con pescado. Y tenía a Oso, un perro chusco y negro y lindo que lo acompañaba siempre en sus jornadas de alcohol, de principio a fin, como sabiendo que iba a necesitar que lo cuiden, y al cual yo podía acariciar sin que me enseñe los dientes mientras comía. Mi abuelo murió de cirrosis un 15 de diciembre en un hospital del seguro, y no lloré sino hasta el tercer día luego de su entierro. Mi abuelo que me hizo tan feliz en sus últimos años, cuando no bebía, y cuando mi madre decía que había “recuperado al papá que tuvo de niña”.
Mi mamá me enseñó a hacer un montón de cosas, a tejer con palitos y a crochet, a lavar la ropa a mano y bonito, y a no echar lejía porque la ropa se ponía amarilla. Mi mamá ponía las zapatillas de colegio al lado del foco que colgaba sobre una repisita en la cocina, ahí donde también dejaba la mantequilla porque no teníamos refri, y ahí iban casi siempre a secar las zapatillas porque casi siempre las lavaba a última hora… ahora que me doy cuenta, ha de haber sido porque nunca tenía tiempo. Se levantaba en la madrugada y en la época del “toque de queda” (esta es otra palabra vieja de la que casi nadie se acuerda, pero yo nunca me olvido), mi mamá se iba en moto al centro de acopio de periódicos y cargaba fardos de periódicos sobre la moto para llevarlos a los kioskos, esa es una de las cosas que creo que le generó una hernia en la columna… y luego volvía, me alistaba para el nido o colegio, y volvía a trabajar en ese kiosko donde a veces me llevaba los fines de semana cuando era chica, y donde me acurrucaba y tomaba desayuno. Hubo una época en que cocinaba y daba pensión para unas quince personas en un mercadito informal que todos los días se montaba y desmontaba en la pista de mi cuadra. Y claro, al mismo tiempo cuidaba de mi abuela diabética y casi ciega y lidiaba con mi abuelo, a veces “bueno y sano” y a veces no y también con mi bisabuela. Y hacía todo esto y a veces viajábamos a Tacna o Arica y compraba mercadería que contrabandeábamos para vender en Lima, y otra vez me quedaba yo calladita mientras mi mamá me vestía con tres ropas de baño y encima un buzo térmico porque seguramente no tendría más espacio en la maleta, y siempre me traía dulces y útiles en cada viaje, incluso para mi medio hermano al que veía una vez al año como mucho.
Mi medio hermano era una figura rara en mi vida hasta que crecí, hasta que indagué y comprendí mejor la historia. cuando mi mamá conoció a mi papá, ambos eran universitarios, ambos trabajadores, ambos con una historia familiar compleja, se enamoraron y mi mamá quedó embarazada. También pelearon, y mi mamá terminó con mi papá aunque estaba enamorada y aunque quería volver un día con él, pensó que era necesario que sufriera un poco, que aprendiera la lección. Y un día, en uno de esos periódicos que había en el kiosko, vio que mi papá, que hacía taxi por las noches, había muerto luego de un asalto extraño. Y fue recién luego de la muerte de mi padre que se enteró que él tenía otro hijo de un año, igual que yo. Cuánto sufrimiento has tolerado mamá, cuántos ovarios y cuántos huevos.
Y luego de todo ese dolor, de todo ese esfuerzo, siguió remando. Me pagó la universidad donde me hice abogada y hasta el día de hoy sigue siendo la persona que da los mejores consejos de vida. Ella se ganó sola todo y creo que por eso se emociona tanto cuando la invito a un viaje, o cuando le compro algo que necesita, no por lo que económicamente significa, sino porque para ella, que siempre ha cuidado de todos, es conmovedor que alguien cuide de ella con gusto.
Perdona por contar todas estas cosas, pero nada de lo que has vivido es para avergonzarse mamá, nada. Tu historia ha sido dura, es tuya y tú has sido más grande que tus problemas.
Te quiero mamá, te quiero con mi corazón, mi alma y mi ser y te voy a querer siempre y quiero que seas feliz y que me veas feliz. Te quiero y daría con gusto un riñón, un ojo, lo que haga falta por ti.